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La naturaleza en la Biblia

La Biblia, al igual que el Quijote o El capital son, como alguien decía, libros de los que todo el mundo habla… y casi nadie ha leído. De una influencia descomunal, se ve cómo la Biblia inspira incluso los debates científicos más encendidos, como en el caso ya comentado aquí de la evolución y el creacionismo.

Sin embargo, y eso es apreciado incluso por reconocidos ateos como el escritor Antonio Muñoz Molina, la Biblia es también un libro (o «conjunto de libros») con unos valores que van más allá del puramente religioso. Así, este autor lamenta que en español no sucediera como en inglés, en que la famosa Biblia del rey Jacobo (King James Bible) ha sido para la lengua inglesa un modelo de influencia pareja a las obras de Shakespeare (1).

Otro aspecto muy interesante es el de la sociedad que la Biblia retrata, en la que existen propietarios ricos y jornaleros en paro, una casta religiosa y muy poderosa, marginados por la pobreza, la enfermedad o el lugar de proveniencia, un mundo agrícola y ganadero en que la gente conoce perfectamente los ciclos del sol y la luna y de las estaciones, donde los pastores velan al raso, donde la gente pasa hambre y en el desierto les llueve el maná, de camino a esa tierra «que mana leche y miel».

LaVegetaciondelaBilbia

Además, en un tiempo y un lugar en que los relatos orales son básicos para aprender y relacionarse con los demás, las plantas y animales ocupan un lugar primordial en ellos. Así, se habla de pastores que, al contrario de otros compañeros, cuando una oveja se les pierde,

deja las 99 en el campo, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra. Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: «Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido.» (Lc 15)

O ese joven que pasa tanta hambre que

…deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia…! (Lc 15)

Y en algunos momentos, como comenta Muñoz Molina, las descripciones son de belleza sencilla y conmovedora:

Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. […] Fijaos los lirios del campo, cómo crecen: no trabajan ni hilan; pero os digo, que ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como uno de ellos. (Mt 6)

Mostaza

El Reino de los Cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas y vienen los pájaros a anidar en sus ramas. (Lc 17)

De las plantas de la Biblia escribió hace 30 años Michael Zohary, botánico judío nacido en Polonia, su excelente Plants of the Bible. En español, hay dos títulos muy interesantes: Las plantas en la Biblia, de Javier Torres Ripa, y La vegetación de la Biblia, de José J. Nicolás Isasa. Del primero hay ejemplares en Farmacia y en la Universidad Pontificia; del segundo, un ejemplar en la Biblioteca, con la signatura 581.9 NIC veg.

(1) Sólo desde hace muy pocos años existe una edición oficial en español)

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El perro de Rocroi

El perro ha acompañado al ser humano en todos sus avatares, viajes y conquistas desde, se dice, al menos 15.000 años. En general, su imagen ha estado asociada a aspectos positivos: basta pensar en  los sambernardos, los terranovas, los perros de trineo o los lazarillos, para atestiguar el cariño y la utilidad de su presencia. Incluso, en la Parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, los perros aparecen como la única muestra de amor y misericordia que recibe el mendigo:

«Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino y banqueteaba cada día. Y un  mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas y con ganas de sacierse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros venían y le lamían las llagas.» (Lc. 19-21)

No faltan, sin embargo, las imágenes negativas: ahí está el famosísimo Sabueso de los Basrkerville, que sembraba el terror en los páramos victorianos de Sherlock Holmes y Watson, o los perros que atacaron al atribulado Gregory Peck en La profecía; ni las fotografías dolorosas de los galgos españoles colgados cuando dejan de ser útiles.

En el relato excelente que sigue, Arturo Pérez-Reverte habla de la lealtad de un perro del siglo XVII, tan español como el mastín de Las Meninas de Velázquez, pero de una vida no tan acomodada.

El perro de Rocroi

XLSemanal – 24/10/2011

La vida concede ciertos privilegios, y tener algunos amigos leales, sólidos como rocas, es uno de los míos. Entre ellos se cuenta el mejor de los pintores de batallas españoles vivos: se llama Augusto Ferrer-Dalmau, y llegué a su amistad por el camino más corto: la admiración que siento por su obra. Un día fui a una exposición suya y se lo dije. Le hablé de cómo, en mi opinión, su pintura continúa y renueva una tradición clásica que en España, con breves excepciones, tuvo escasa fortuna. Pocos de nuestros pintores se ocuparon de un género que en Francia tuvo a Meissonier y a Detaille, y en Inglaterra a Caton Woodville. Por ejemplo.

Ahora Ferrer-Dalmau ha terminado un cuadro espléndido, que estos días puede admirarse en una exposición que sobre su obra y la de su paisano Cusachs se celebra en el venerable edificio de Capitanía de Madrid, esquina de Mayor con Bailén. Se llama `Rocroi. El último tercio´, y narra -pintar con talento es una forma de narrar tan eficaz como otra cualquiera- la situación en el campo de batalla de Rocroi hacia las diez de la mañana del 19 de mayo de 1643, cuando los veteranos de la destrozada infantería española, formando el último cuadro, esperaban impasibles el ataque final de la artillería y la caballería francesas. Último ataque, éste, que no llegó a producirse. Admirado el duque de Enghien por la resistencia de los españoles -murallas humanas, los llamaría Bossuet- permitió a los supervivientes capitular con todos los honores, en los términos que se concedían a las guarniciones de plazas fuertes.

El cuadro de Rocroi tiene para mí un sentido especial, pues nació de una conversación con el pintor mientras despachábamos un cordero con cuscús en un restaurante de Madrid. Un lienzo crepuscular, fue la idea, que reflejase la soledad y el ocaso, la derrota orgullosa, el impávido final simbólico de la fiel infantería que durante dos siglos, desde los Reyes Católicos a Felipe IV, hizo temblar a Europa. El retrato riguroso de aquellos soldados empujados por el hambre, la ambición o la aventura, que acuchillaron el mundo caminando tras las viejas banderas, desde las junglas americanas a las orillas lejanas del Mediterráneo, de las costas de Irlanda e Inglaterra a los diques de Flandes y las llanuras de Europa central: hombres brutales, crueles, arrogantes, amotinadizos y broncos, sólo disciplinados bajo el fuego, que todo lo soportaban en cualquier degüello o asedio, pero que a nadie -ni siquiera a su rey- toleraban que les alzase la voz.

Mete un perro en el cuadro, sugerí más tarde, cuando el artista me mostró los primeros bocetos: uno que, como sus amos, se mantenga erguido esperando el final. Un chucho español flaco, pulgoso, bastardo, que siguió a los soldados por los campos de batalla y que ahora, acogido también al último cuadro, abandonado por su patria y sin otro amparo que sus colmillos, sus redaños y los viejos camaradas, espera resignado el final. Y píntalo tan desafiante y cansado como ellos.

A Ferrer-Dalmau le gustó la idea. Y ahora he visto el cuadro acabado, y el perro está ahí, en el centro, entre un veterano de barba gris y un joven tambor de trece o catorce años que el artista ha pintado rubio porque, naturalmente, es hijo de madre holandesa y de medio tercio. En el lienzo no figura el nombre del perro; pero Ferrer-Dalmau y yo sabemos que se llama Canelo y es un cruce de podenco y galgo español de hocico largo y melancólico, firme sobre sus cuatro patas, arrimado a sus amos mientras mira las formaciones enemigas que se acercan entre el humo de la pólvora, dispuestas al ataque final. Vuelto a los franceses como diciéndose a sí mismo: hasta aquí hemos llegado, colega. Es hora de vender caro, a ladridos y dentelladas, el zurcido pellejo. El cuadro es soberbio, como digo. O me lo parece.


Retrata a la pobre y dura España de toda la vida: el soldado ciego con una espada en la mano, al que un compañero mantiene de pie y vuelto hacia el enemigo; los que rematan sañudos a los franceses moribundos; el tranquilo arcabucero que sopla la mecha para el último disparo; el desordenado palilleo de picas que eriza la formación, tan diferente a las victoriosas lanzas que pintó Velázquez. Y sobre todo, la expresión de los soldados que miran al enemigo-espectador con rencor asesino. Acércate, parecen decir. Si tienes huevos. Ven a que te raje, cabrón, mientras nos vamos juntos al infierno. Realmente da miedo acercarse a esos hombres; y uno entiende que les ofrecieran rendirse con honor antes que pagar el precio por exterminarlos uno a uno. Son tan auténticos como el buen Canelo: españoles desesperados, tirados como perros, olvidados de Dios y de su rey. Y pese a todo, arrogantes hasta el final, fieles a su reputación, temibles hasta en la derrota. Peligrosos y homicidas como la madre que nos parió.

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El cuadro (enlace directo)

http://www.perezreverte.com/articulo/patentes-corso/636/el-perro-de-rocroi/

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